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Dice Anthony Hernández que, cuando tienes los ojos abiertos, ves la belleza en todas las cosas. Este artista nacido en Los Ángeles viene cultivando ese espíritu, el de la curiosidad por el entorno, desde que, de niño, prefería ir a la escuela caminando en lugar de coger el autobús, pero su labor fotográfica la inició en los setenta, tras padecer la guerra de Vietnam y ser testigo de nuestra fragilidad.

Nunca le ha interesado acercarse en sus imágenes a una belleza convencional, sino que la ha encontrado en lo abandonado por nuestra inacción y por nuestra mirada: entornos urbanos inutilizados, parajes desolados, personas sin techo.

Autodidacta, formado solo en los rudimentos de la fotografía, Hernández ha transformado una y otra vez sus perspectivas y sus modos de mirar, pasando del blanco y negro al color y de la pequeña a la gran escala.

Pero nunca ha padecido un atasco creativo: siempre ha encontrado nuevas personas y objetos olvidados en los que fijarse y maneras distintas de aproximarse a ellos. Aunque ha trabajado en varios países, su ciudad natal de Los Ángeles ha sido su gran tema y su estudio, o más aún, un personaje.

Ha sabido encontrar el encanto de sus espacios vacíos y decadentes, olvidándose por completo del brillo de Hollywood. Nunca, ni siquiera en sus inicios, se fijó en lo evidente: comenzó fotografiando los rostros de quienes paseaban por el centro en sus instantes de mayor naturalidad, despojados de pose; también las playas, espacio de relajación y espontaneidad.

Es inevitable relacionar estas imágenes con la fotografía callejera de Robert Frank o Friedlander, pero en esta época nuestro autor apenas los conocía.

Evolucionaría hasta consolidar su propia voz convirtiendo su ciudad en género, y lo hizo llevando consigo una aparatosa cámara Deardoffque no agilizaba su labor pero que provocó que sus perspectivas se ampliaran y el fotógrafo comenzara a fijarse en la dureza y frialdad de los espacios urbanos, en su nula adaptación a las necesidades de las personas.

A fines de los setenta y principios de los ochenta retrató paisajes con coches desguazados, áreas de transporte y cotos de pesca en los que no solo hacía patentes las cualidades visuales de la zona sur de California, sino también su aguda desigualdad social.

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En adelante, las personas solo se harán presentes en su obra a través de los rastros: balas en campos de tiro, provisiones de quienes viven en la calle formando bodegones de la necesidad, fragmentos de espacios caóticos que él humaniza apelando a los ausentes y a una mirada casi arqueológica. Incluso cuando acudió a Roma no adoptó Hernández la arquitectura clásica como motivo fotográfico: lo monumental está al alcance de todos, no así las ruinas de la ciudad moderna: ventanas, paredes, huecos y vallas cuya geometría y soledad, productoras de abstracción, lo sedujeron.

Hernández comenta con franca alegría que disfruta con la magia de compartir sus encuentros con esos pedazos de Los Ángeles que nadie mira; dice que observar la ciudad le encantaba y sigue encantándole cuando contempla sus fotos pasadas regresa, sin esfuerzo, al momento en que las tomó.

 

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